XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

La maleta 

Mònica Giménez Fernández, 16 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Los pies de María se arrastraban inseguros por el pulido suelo del aeropuerto. Sus manos de trémulo pulso cargaban una pesada maleta. Miraba de un lado a otro, buscando la puerta desde la que salía su vuelo. No podía llegar tarde.

Al encontrarla, se detuvo y se sentó, no sin dificultad, a descansar en un banco metálico. Dejó la maleta varada entre las olas del suelo de mármol y la contempló, exhalando un suspiro satisfecho. Se trataba de una singular pieza de

equipaje, de un marrón desvaído. Estaba raída por el paso implacable de los años, pero se erguía de una pieza, como si estuviera orgullosa de acompañar a su dueña en cada uno de sus viajes. Una de sus esquinas tenía una marca peculiar: una mancha negra, estrecha y no más larga que un palmo, que destacaba sobre el cuero cobrizo. 

La anciana sonrió para sus adentros, al recordar el día en el que apareció tan curiosa marca.

***

París 1953

–¡Mira lo que has hecho!

Ante el espectáculo de sus pertenencias desparramadas por el andén, María olvidó por un instante sus conocimientos del idioma de Molière. Para completar la estampa, el reloj de la estación marcaba las dos menos dos minutos, lo que venía a decir que apenas quedaban ciento veinte segundos para que su tren

arrancase.

El atolondrado muchacho con el que acababa de chocar empezó a disculparse, también en español, mientras la ayudaba a recoger sus pertenencias:

–¡Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento!... –repitió sin detenerse a respirar.

–En casa siempre me lo reprochan: «Jaime, es que eres un torpe… Un día le vas a causar problemas a alguien». Por desgracia, te ha tocado a ti. Perdón… a usted.

María decidió quitarle importancia al pequeño accidente, obsesionada con subirse a su tren:

–No se preocupe.

Pero Jaime no callaba. Además, cayó en la cuenta de que la maleta de María había quedado manchada con una línea muy fea de tono oscuro, pues había en el suelo un reguero de grasa. En vano, trató de limpiarla con su pañuelo, pues el cuero había chupado el aceite.

–De verdad que lo siento –insistió–. Buscaré la manera de compensarla.

María, nerviosa al ver que la locomotora hacía su entrada en la estación, le

interrumpió de manera amable, arrebatándole la maleta de las manos.

–Si me disculpa, debo subir al tren.

Jaime la miró a los ojos.

–Por supuesto; no faltaría más –sonrió con decisión–. Yo también debo tomar

ese tren, así que, permítame invitarla a un café una vez estemos dentro.

María accedió, aunque no de buena gana.

***

La megafonía del aeropuerto solicitaba que los viajeros estuviesen atentos a sus equipajes. María cerró sus cansados párpados y visualizó a aquel chico que conoció en la estación. 

–Me llamo Jaime Gutiérrez –le tendió la mano, ceremonioso–. Soy de San Sebastián. Vivo en París por razón de estudios.

Pasaron todo el trayecto en la cafetería, charlando sin parar. A partir de entonces, mantuvieron contacto por carta. De no haber sido por aquella maleta, María no hubiera conocido al que se convirtió en su marido.

Reconfortada con aquella imagen, la anciana esbozó una sonrisa. Tenía tantas

ganas de llegar a su destino para verle... Con tan dulce expectativa en su corazón, volvió a abrir los ojos. La maleta seguía frente a ella. Otra característica distintiva de tan destartalada compañera de aventuras era una etiqueta, amarilla, con los bordes casi despegados, que representaba una cara sonriente.


Madrid 1965

María colocó la maleta en la parte trasera del coche. Su hija contemplaba sus movimientos, entrecerrando los ojos con desconfianza. 

–¿Y cuánto tiempo dices que vas a estar fuera?

María sonrió cariñosa, tratando de animarla.

–Solo serán dos días. Ya verás cómo pasarán rapidísimos.

Madre e hija se hallaban delante de su hogar, una encantadora casita de paredes encaladas que en aquel instante mostraba pinceladas rosáceas, pues despuntaba el alba. A pesar de que era muy temprano, la chiquilla había insistido en verla partir. 

La niña frunció el ceño, y sus suaves e infantiles mejillas enrojecieron. 

–No es verdad –protestó. Sus grandes ojos amenazaban liberar una cascada de lágrimas–. Dos días enteros pasan muy lentos –le dijo, imprimiendo a sus palabras todo el énfasis del que era capaz a sus cinco años.

María se arrodilló para envolverla en un tierno abrazo.

–Es mi trabajo –quiso disculparse–. Verás como pasarán antes de que te des cuenta, mi amor. 

Su hija pareció serenarse. Todavía entre los brazos de su madre, sacó algo del bolsillo de su bata: era una pegatina, con una carita que sonreía. Sorbiéndose la nariz, se la entregó con solemnidad.

–Para que la pongas en la maleta. Así no te olvidarás de mí.

María notó que la superficie del adhesivo estaba un poco pegajosa; parecía manchada de mermelada. 

–Así vamos a hacerlo.

Ambas la pegaron sobre el cuero, dejado en la maleta un testigo de su amor.

***

La anciana se levantó y sus huesos se quejaron con el movimiento. Dio la mano a su compañera, la maleta que con solo un roce, una mirada, había despertado en ella un sinfín de recuerdos, hilos en su memoria. Sus nietos la habían llenado con dibujos de torpe trazo, con los que celebraban el octogésimo cumpleaños de su propietaria, que hacía años tuvo que encargar un remiendo, después de que su perro Pongo, con afectuosa tozudez canina, se resistiera a dejarla marchar mediante un mordisco a la blanda piel, en la que aún colgaba la etiqueta del viaje que hizo a Londres junto a su hermana. Aquellos instantes tan preciados todavía la acunaban. Sin embargo, lo que la impulsaba era la impaciencia por ver a su esposo. Fue aquel deseo el que le otorgó un suspiro de vigor a la mujer, que se acercó a la puerta de embarque a paso ligero. Allí la recibió una azafata de una belleza glacial y reconfortante al mismo tiempo. Sus labios se desplegaron en una afable sonrisa.

–¿Está lista para volar, doña María? Recuerde que debe darme su equipaje antes de subir a bordo.

La anciana miró la maleta y sonrió mientras la depositaba en las manos de aquella muchacha. 

–Sí, estoy lista.