XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

La luna de la
calle Luagano 

Luciana Campos, 15 años

Colegio Santa Margarita (Lima, Perú)

La luna, llena y luminosa, pintaba los rostros de las gentes que paseaban por la calle Luagano. Pero a mí me había inmovilizado con unas cadenas. Era imposible regresar a lo que fui, pero no tenía otro remedio que seguir la llamada que latía en mi corazón. 

Sepan que debo conformarme con verlos desde el cénit: a hombres mujeres, ancianos y niños. A veces me cruzo con algunos sacerdotes, pues hay una iglesia cerca, en donde rezo todos los días para que Dios me ayude a ser fuerte hasta que me llegue el momento de Su perdón. 

Había una mujer que me aceleraba los latidos. Ella pasaba por la calle Luagano todas las noches, con su cabello largo y unos lentes negros que protegían los ojos más hermosos que nunca he visto. 

Ella no sabía cuántas veces me detuve al pie de su ventana, ni que yo seguía sus pasos por la ciudad. Ni siquiera conocía cómo me llamo. Nunca había visto mi sombra ni escuchado el sonido de mis pasos. Nunca había visto mi rostro ni me había encontrado en ninguna foto.

La luz amarillenta de su habitación destellaba en mis ojos. La vi mientras se cepilla su castaña guedeja en el tocador. Era como una película, su maravillosa rutina nocturna antes de irse a dormir. 

Apagó la luz. Se quedó dormida. Mi mano abrió la manija de la ventana lentamente, mi pie se posó en la alfombra que recubría el suelo. Me puse a los pies de su cama. Es tan hermosa… Mi objetivo estaba por cumplirse: besar sus labios era lo único que yo quería antes de despedirme para siempre. Pero se despertó. No me vio porque dormía hacia el lado derecho, dándome la espalda.

Rápidamente agarré una bufanda de su mesita de noche y con ella le envolví la cabeza a la altura de sus ojos. 

–Adivina quién soy –fue mi intento desesperado para evitar que empezara a gritar.

Su trastornada expresión de miedo se suavizó hasta formar una ligera sonrisa.

–¿Daniel?... Me avisaste de que me ibas a sorprender, pero no podía imaginarme que fuera a armar una escena parecida a un rapto –dijo con una risa nerviosa.

Aquel nombre, Daniel, se me clavó como una flecha mojada en veneno.

–No te saques la venda aún –le pedí, tratando que los celos y los nervios no me traicionaran.

–Está bien, no me la voy a quitar. Pero, ¿qué le pasa a tu voz? ¿Estás resfriado?

–Sí –balbuceé–. Son los efectos que a veces persisten.

–Bueno, entonces… ¿Cuál es la sorpresa?

Era el momento de hacerlo: me acerqué a sus labios y los junté con los míos. Fueron unos segundos mágicos, que se impregnaron en mi memoria con la misma intensidad que su aroma. Pero, acto seguido, me empujo con fuerza al sentir el frío de mi boca, el tacto helado de mi mano. 

De un salto quise abandonar la habitación a través de la ventana abierta. Entonces se quitó la venda para descubrir con horror que yo no soy su querido Daniel. 

–¿Quién eres? –me preguntó temblando, al borde del llanto. 

Desde el alféizar, rodeado por la luz de la luna, le dije la verdad:

–Soy el alma en pena de la calle Luagano.