XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

La búsqueda 

Javier Visiers, 15 años

Colegio El Prado (Madrid)

–¡Chester! –gritó Ana–. ¡Chester!... Papá, no lo encuentro. 

Una hora antes, Ana había salido de su casa para dar un paseo matinal con su perro. En el parque le lanzó la pelota, le permitió perseguir a las ardillas y chapotear en la fuente. Mientras volvían, se encontró con Rebeca, una vecina que también era propietaria de un can. Ambos animales se olisquearon, aunque el de Rebeca enseguida se desentendió de su congénere.

–Chester, vuelve a casa –le ordenó Ana mientras le desenganchaba la correa, convencida de que, como siempre, obedecería su orden.

Un rato después, apenas abrió la puerta del jardín, le preguntó a su padre por Chester.

–No lo he visto –le informó–. ¿No estaba contigo?

Ana sintió una gran inquietud, que su padre fue capaz de captar de inmediato.

–Chester… –susurró la muchacha.

–Voy a por el abrigo –le dijo–. ¡Empieza la búsqueda!

Lo primero que hicieron fue acudir a casa de Rebeca, por si lo había visto. Ella contestó que no. 

–Llevaos a mi perro para que lo rastree –les ofreció–. Como se conocen, podrá seguir su pista.

Ana le tendió la correa de Chester, para que la oliera, pero el animal apenas le prestó atención y prefirió darse la vuelta y tumbarse en su colchoneta. 

Horas después, la búsqueda había fracasado.

La madre de Ana salió a pegar pasquines con la foto de Chester por las farolas del barrio. Además, pasó por las viviendas cercanas para pedir noticias. Nadie había visto al perro. 

El padre decidió que debían volver al parque. 

–Es mejor que nos dividamos –les propuso.

Los tres repasaron cada camino, buscaron entre los matorrales, en el parque infantil, en la pradera... Chester se había esfumado.

–Es la hora de comer –dijo la madre cuando se reunieron en una plaza. 

En sus rostros se reflejaba cansancio, tristeza y frustración.

Durante el almuerzo reinó un tenso silencio. Solo se escuchaba el tintinear de los cubiertos cuando tocaban el plato. El teléfono, además, no sonó. 

¬–Ahora nos toca hacer una batida por el bosque –anunció el padre de Ana apenas finalizaron el postre.

Se les unieron unos cuantos familiares y amigos.

–Somos veinte –el padre habló con todos ellos junto a la linde–, así que voy a dividir el bosque en cuatro sectores; por tanto, cinco personas cubrirían cada uno de ellos. Ana irá conmigo, con su madre, su hermano y Rebeca, que se ha traído a su perro. 

Arrancó la búsqueda. 

Volvieron a reunirse al anochecer. Estaban muy cansados. Además, Ana había perdido la esperanza; nadie había encontrado una sola pista de la mascota.

–No puede ser, es culpa mía… –se lamentó entre lágrimas–. Si no lo hubiese soltado, seguiría en casa, a mi lado, y no perdido por la calle, con frío y muerto de hambre.

–No te mortifiques de esa manera –su padre trató de consolarla–. Seguro que no tardará en aparecer. Chester es muy inteligente; habrá buscado un cobijo en donde pasar la noche. 

Regresaban derrotados hacia su casa cuando, cerca de la valla del jardín, percibieron unas sacudidas en los arbustos. 

–¿Qué es eso? –Ana se detuvo, asustada.

Su padre agarró con fuerza el bastón que llevaba y se acercó paso a paso.

–¡Ten cuidado! –le susurró su esposa.

Con la punta de la vara separó unas ramas, enfocó con la linterna y entre las sombras reconoció los rasgos de Chester.

–¡Aquí! –gritó con alborozo–. ¡Chester está aquí! 

Ana empezó a correr, llorando de alegría. El perro llevaba tiempo esperándola. 

–¡Chester, bonito! –lo piropeó abrazando su cuello.

Entonces percibió que algo no estaba bien: el animal traía un alambre en una de sus patas, que estaba manchada de sangre. 

¬–Vamos adentro, para curarlo –sugirió la madre.

Chester se colocó a la vera de Ana. Al dar sus primeros pasos, todos vieron que cojeaba.

–Aquí está la razón, mi niña –el padre puso la mano sobre el hombro de su hija–, por la que ha tardado tanto en aparecer.