XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

El tesoro de los abuelos 

Miguel Rodríguez, 14 años

Stella Maris College (Madrid)

Nunca me había detenido a pensar en el papel que los abuelos juegan en mi vida. Quizá aquel desinterés no estuvo bien, pero, en todo caso, hasta aquel entonces yo era un niño. Y estoy seguro de que los quería con todo el corazón. Entre otras cosas, el abuelo y la abuela no eran unos familiares más. Los veía todos los domingos, pues comía en su casa. Además, sé que me cuidaron cuando yo era muy pequeño y mis padres no me podían llevar a la guardería. Y lo cierto es que nunca han dejado de cuidarme.

Al hacerme mayor ha crecido mi curiosidad por ellos. Y con la curiosidad, vinieron las conversaciones. Y con las conversaciones, las reflexiones. Así los he ido conociendo más y mejor.

Un verano pasaron una semana con nosotros. Salíamos todos los días a dar un paseo, mientras mis padres se quedaban en casa trabajando. Los nietos aprovechábamos aquellos momentos para hacerles mil preguntas y para contarles nuestras cosas. 

Los relatos de mi abuela nos trasladaban al Madrid de la posguerra. Nos iba mostrando los esfuerzos que tuvo que hacer para ganarse la vida en aquella ciudad por entonces hambrienta. El abuelo, por su parte, solía describirnos los campos de Galicia, de alta hierba, en donde pastaba el ganado, las incansables caminatas junto a su padre en busca de hierba fresca y los problemas con las zorras que les mataban las gallinas. Me encantaba su descripción del pazo, en donde criaban vacas y caballos, y sus explicaciones acerca de cómo manejaba el arado para que la semilla quedase enterrada, creciera y se convirtiese en las espigas de cebada que al año siguiente recogería y trillaría para dar de comer a los animales. 

Cuando empezaba a apretar el calor, ellos subían a casa y yo me iba a la piscina. Allí me ponía a pensar en que, dentro de muchos años, seré yo quien salga por las mañanas a dar un paseo con mis nietos para contarles mis andanzas en el colegio. Y que después serían ellos quienes se irán a la piscina y se quedarán pensando en qué les contarán a sus nietos cuando ellos, muchos años después, sean mayores y den el acostumbrado paseo matutino.

Conservo esta clase de recuerdos como un tesoro, puesto que conforman mi identidad al ser completamente diferentes a las memorias de mis hermanos, a las de mis padres, a las de mis amigos: se trata de mis impresiones particulares sobre los abuelos.

Probablemente encuentre aburrido sentarme a mirar un álbum de fotos, pero cuando me junto en el sofá con mis hermanos, nuestros padres y abuelos, paso un tiempo delicioso, pues los mayores nos cuentan quiénes son las personas que vemos en las fotos, lo que da pie a conversaciones muy interesantes sobre muchos personajes que ni siquiera he llegado a conocer. Así he comprendido de dónde viene el color de mi pelo, la forma de mi sonrisa, mi nombre y el de mi hermano, lo que de verdad significa mi apellido y lo que conlleva tenerlo y usarlo. Como señaló Newton, «si soy alto es porque me apoyo sobre hombros de gigantes», como mis abuelos.

Me gusta más comer que cocinar, así que nunca había pensado en que podría gustarme la cocina, hasta que la abuela se empeñó en enseñarme. Ella despliega un don entre los fogones. Por eso, cuando visitamos un restaurante –por muy caro y elegante que sea– siempre encuentra una pega incluso en el plato estrella de la casa. Y es que la Yaya lo guisa mucho mejor. No hay receta que ella no conozca. Y aunque yo no he sido tocado por la gracia de esa habilidad, he conseguido hacer unas tortitas parecidas a las suyas.

Fue mi abuela la que, tras una larga temporada en la que abandoné la pintura, me animó a retomar la paleta y los pinceles. Me dio una preciosa foto de un caballo y me animó a que la reprodujera. Aquello me estimuló para perfeccionar mi técnica. Así que, gracias a ella, hoy puedo pintar lo que pinto. También me animó a seguir la práctica con el violín y el piano. En gesto de agradecimiento, los toco en su casa cada vez que me lo pide. 

Claro que yo no soy el único que crece. Ellos también se hacen mayores y necesitan más de nuestros cuidados. Pienso que, de pequeños, ellos también cuidaron a sus abuelos, y que después de tener hijos, les tocó cuidar de sus padres. Así que llegará un momento en el que yo necesite que mis hijos y mis nietos me cuiden como ahora yo lo hago con mis abuelos. En fin; el tiempo corre para quien lee este texto y para mí, que lo he escrito. Y ese tiempo que pasa, no vuelve. Por eso, ojalá no dejemos de pensar en el bien que nos regalan nuestros abuelos.