XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

El magnicidio 

Alberto Lizana, 12 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Sucedió en los albores del siglo II A.C, durante una batalla en el Anfiteatro Flavio. Dos gladiadores iban a batirse ante el Emperador.

Ave Caesar, morituri te salutant –gritaron ambos.

Eran un secutor y un retiarius, es decir, dos tipos distintos de gladiadores.  Ante la señal del César, empezaron la lucha entre los gritos del público. El secutor pegó violentamente al retiarius, que se defendía como podía con su tridente, puesto que no tenía escudo, hasta que consiguió atrapar a su contrario con la red. Iba a darle el golpe de gracia al secutor cuando este rodó por el suelo, se levantó y cortó la red.  Trató de cortarle en el muslo cuando el retiarius le clavó el tridente en el escudo gracias a sus ágiles reflejos. Pero el retiarius se tropezó y su contrincante aprovechó para partirle el tridente e inmovilizarle. El secutor había ganado el combate. 

Miró al emperador, que movió el pulgar hacia abajo. También le otorgó el premio de una espada de madera. El pulgar señalaba la condena al vencido; la espada de madera simbolizaba la libertad. 

Un senador llamado Pompeyo Colega, simpatizante de Adriano, heredero del Imperio, se reunió con Cayo, el gladiador recién liberado, junto a la puerta de la Vida, que era por donde salían los gladiadores vivos.

–Quisiera que participaras en una intriga para asesinar al Emperador –le susurró Pompeyo a Cayo, ya que había unos pretorianos cerca–. Te pagaré bien.

El liberto aceptó después de pensarlo un momento. El reciarius había sido su amigo y podía ser la forma de vengarle. 

–Debes decirme quién más participará –quiso saber Cayo.

–No he pensado en nadie que te ayude. Cuantos menos lo sepamos, mejor. Tienes que estar preparado para actuar.

–Cuándo.

–La semana que viene.

Siete días después, estaba Trajano en el Aula Regia ordenando unos códices cuando entró un pretoriano.

–Un senador le espera en la puerta –le anunció.

Trajano salió del Aula y saludó a Pompeyo Colega, quien le condujo hasta la biblioteca de la Domus Flavia. En cuanto Pompeyo cerró las puertas, el gladiador apareció por detrás de una estantería. Intentó clavar su daga en la espalda del Emperador cuando este se disponía a tomar un libro. Sin embargo, Trajano percibió el brillo de la hoja de acero y esquivó el ataque.

Mientras tanto, Pompeyo atrancó las puertas de la biblioteca ayudándose de un travesaño.

–¡A mí la guardia! –gritó Trajano.

Enseguida retumbaron los golpes de los soldados que querían entrar a salvarlo. 

El Emperador se defendió con el puñal que siempre llevaba oculto bajo la túnica. Sabía luchar porque en su juventud fue legionario. Su resistencia dio tiempo a que los pretorianos rompieran el cerco y arrestaran a los dos responsables del magnicidio frustrado.

Trajano ordenó que dejaran a Cayo atado y a solas con él. 

–Te voy a contar un secreto –le confió–. Tú y yo llevamos la misma sangre, pero ese no es motivo suficiente para perdonarte; el senado no comprendería que te concediera la libertad. Te perdono la vida, pero tendrás que simular una huída y comprometerte a vivir en Hispania y no volver nunca jamás a Roma. 

Cayo aceptó. Trajano cortó sus ligaduras y le mostró la entrada a un pasadizo que conducía al exterior. Una vez el liberto desapareció en la oscuridad, el Emperador gritó solicitando socorro.

–¡Se ha escapado! ¡Perseguidle! –disimuló.

Sabía que no lo encontrarían, pues les hizo seguir una pista falsa.

Días después reinaba el alboroto en la Curia Julia, edificio del senado, en donde iba a celebrarse el juicio contra Pompeyo y el  antiguo secutor, que seguía desaparecido. Sacerdotes, senadores y magistrados (cónsules, ediles, pretores, censores, tribunos y cuestores) decidieron que se aplicara la pena cullei, que consistía en introducir al culpable en un saco junto a un gallo, un perro, un mono y una víbora, para coserlo y tirarlo al mar. 

Cayo había escapado de Roma en un carro de suministros, que le dejó en la ciudad portuaria de Ostia, donde se coló de polizón en una nave. Desembarcó en Tarraco, una ciudad costera de Hispania, en donde cumplió su promesa.