XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

El Fantasma de Esparta 

Ángel Murcia, 16 años

Colegio Altair (Sevilla)

Quiso el destino que los bárbaros del Este llegaran para acabar con Esparta. Pronto las tropas defensoras les hicieron frente en el campo de batalla. Los soldados del enemigo se contaban por miles; era famosa su destreza en el arte de la guerra. 

El enfrentamiento fue encarnizado. Poco a poco, los lacónicos fueron cayendo a manos de sus rivales. El entrenamiento y disciplina de los espartanos, a duras penas podía contener la brutal embestida de las huestes de Alrick contra las del joven Kratos, capitán de Esparta. Pero, gracias a su pericia, Kratos le dio la vuelta a lo que parecía una derrota irreversible. Fue entonces cuando Alrick, sabiéndose vencido, usó una jugada sucia contra el espartano. El bárbaro podía relamer su victoria cuando Kratos, con la espada clavada en el suelo, gritó con sus últimas fuerzas:

–¡Ares… Destruye a mis enemigos y mi vida será tuya!

Resonó un trueno y el cielo se abrió en dos. De entre las nubes surgió Ares, dios de la guerra, en todo su esplendor. Desde el Olimpo había decidido atender a aquel mortal, y como un ciclón se abrió paso entre los cadáveres y la muchedumbre, para plantarse delante de Kratos y Alrick, que se sentía presa del pánico. Ares era imponente, sus cabellos relucían como el fuego, y en sus ojos brillaba la maldad. Kratos cayó de rodillas.

–Mi vida es tuya Ares –le rezó el espartano–. A partir de hoy, cumpliré tu voluntad.

La deidad, con una malévola sonrisa, le otorgó un poder inconmensurable, y al instante los sobrevivientes del ejército enemigo quedaron muertos. De inmediato y con un chasquido, surgieron ante el espartano las Espadas del Caos, dos armas gemelas que se presentaron atadas por una cadena. Estas se fundieron con su carne, convirtiéndose en una extensión de sus brazos mediante un ardor insoportable. Kratos, transformado en siervo de Ares, descabezó a Alrick de un solo tajo. Aquel era el precio que el espartano estaba obligado a pagar al dios de la guerra: su humanidad se había transformado en la fiereza de una bestia vengativa.

–Deseo que cumplas tu primera misión –le ordenó Ares–. Destruye una de las aldeas que se apoyan en las murallas de Mileto.

Una vez allí, el espartano arengó a sus hombres:

–¿Acaso no lo veis? Han levantado un templo para ofrecer sus oraciones a Atenea, en afrenta al gran Ares. ¡Quemad casa por casa, arrasad hasta la última piedra!

El lugar quedó pronto reducido a cenizas. 

–Y, ahora, destruid el templo –les ordenó.

Una anciana bajó por las gradas de aquel lugar santo. Era el oráculo de Atenea.

–Ten cuidado, Kratos. El poder del templo es un peligro mayor que el que te figuras.

Pero este decidió no tomarla en cuenta, entrando en él. 

La ira cegó al guerrero, que arrasó con todo lo que se iba encontrando. Finalizada su tarea, se dispuso a abandonar aquel sitio. Entonces algo llamó su atención. Calmada su sed de sangre, pudo ver con claridad la identidad de sus víctimas, entre las que se encontraban su mujer e hija. Kratos cayó de rodillas frente a ellas. 

–Mi familia… –pronunció con voz temblorosa e incrédula– ¿Cómo es posible que estén aquí? Yo las dejé en Esparta. 

Mientras lloraba, una visión de Ares apareció ante él

–Has obrado bien, Kratos. Ahora que no hay nada que te retenga, te convertirás en la misma muerte.

El espartano cayó en la cuenta de que todo había sido una cruel artimaña por parte del dios de la guerra. 

–Prefiero no escucharte –le respondió.

Al salir del templo, la anciana, que aún permanecía allí, selló el destino de Kratos:

–Te lo advertí, espartano. A partir de ahora, la marca de este terrible acto será tu condena. Las cenizas de tu mujer y de tu hija permanecerán pegadas a tu piel para siempre.

En ese momento, su cuerpo se cubrió con una pálida capa, de modo que, a partir de entonces, todos le miraban como a un monstruo. Blanco a causa de las cenizas de su familia, nacía al mundo como el Fantasma de Esparta.