XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Dulce muerte 

Patricia Olábarri, 16 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

«La muerte es peligrosa. Siempre nos visita en el momento menos esperado», eran las palabras que resonaban en la cabeza de Abril desde hacía siete años.

—Y tú, pequeña, ¿qué harás cuando la muerte te mire a los ojos? 

El anciano del parque botánico parecía saber muy bien a lo que se refería. Después de hacerle aquella pregunta, se alejó a paso lento con su bastón en la mano. Abril se quedó ahogada en un mar de dudas.

«¿A qué ha venido esto?». 

A sus quince años, no sabía la respuesta. 

A veces, se cuestionaba si había sido un sueño. En todo caso, lo ocurrido le había despertado un inquietante temor. 

Desde entonces, todos sus razonamientos la guiaban hasta la misma conclusión: que la muerte causa sufrimiento allí adonde pasa. Aquella crueldad quedó confirmada el día en que Limón, su gato, falleció. La muerte del animal fue un mazazo para Abril, pues aquel felino llevaba con ella prácticamente toda su vida, y en un parpadeo acababan de arrebatárselo, dejándole solo los recuerdos.

La muerte era despiadada.

—¿En qué piensas? 

La voz de su madre la sobresaltó. La lluvia comenzaba a caer con más fuerza; apenas se veía nada fuera del coche. La mujer al volante la miraba desde el espejo retrovisor. 

—En nada. —le respondió Abril.

El sonido de las gotas sobre el techo del automóvil era cada vez más escandaloso. La adolescente apretó los ojos, molesta por el ruido.

Sin previo aviso, sonó un bocinazo que le aceleró el corazón. Abril abrió los párpados de sopetón y su madre giró el volante rápidamente, sin tiempo para calcular la siguiente maniobra. El coche se movió con demasiada velocidad y la valla de madera que protegía la carretera se rompió con la fuerza del impacto. 

Una voz lejana pronunció el nombre de la joven.

La chica quiso llamar a su madre de vuelta, pero el dolor se lo impedía. Había sangre y cristales por todos lados. Abril quería gritar. Sin embargo, no podía articular sonido. Todo a su alrededor giraba vertiginosamente. 

El coche había caído por una ladera. Abril, que viajaba sin cinturón, se había golpeado la cabeza con el asiento de delante mientras el auto se precipitaba al vacío. Las luces y los sonidos se entremezclaban en su mente. La realidad se deshacía por momentos. El sábado había quedado con Marta, no podía faltar. Esa misma noche iba a haber macarrones de cena. Sus hermanas la estarían esperando en la mesa. La semana que viene comenzaban los exámenes trimestrales; los estaba preparando con determinación. 

«¿Dónde está mamá?» pensó.

Abril no tenía fuerzas para moverse.

De pronto, escuchó unos pasos acercándosele. A duras penas levantó la vista. En cuanto vio a la muerte se le cayó el alma a los pies. 

«Ya está; voy a morir.»

Apenas le tomó un segundo decidir lo que iba a hacer. Sin pensárselo dos veces, miró a la muerte a los ojos. Y se extrañó, pues los ojos de la muerte no son cuencas vacías, como siempre se había imaginado, sino dos preciosos iris del color del cielo. Aquel joven ángel parecía cansado. Pese a todo, le sonrió a Abril.

Lo último que vio Abril antes de que su mundo se apagase fue la apenada sonrisa de la muerte. El anciano del botánico no conocía la verdad. Ella misma también había estado equivocada. La muerte no es peligrosa. Es un adolescente agotado de llevar a cabo el destino que se le impuso hace milenios.