XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Don Memo y el fin
del mundo  

Ian Manuel Calleja Ortiz, 17 años

Liceo del Valle (Guadalajara, México)

Mientras trabajaba durante largas noches, sin nadie que pudiera interrumpir el torrente de sus ideas, don Memo había imaginado el fin del mundo de mil y una maneras. Pensaba que si compartía sus pensamientos, lo tomarían por loco, así que prefirió guardar su creatividad para sí mismo.  

Había considerado que el final de los tiempos podría venir a causa de muertos vivientes, meteoritos, alienígenas... hasta que encendió el televisor y se sentó a ver las noticias matutinas antes de terminar su turno. Le sorprendió descubrir que el fin del mundo estaba sucediendo en ese preciso momento, y de una manera tan poco original que él ni siquiera se había molestado en tomar en consideración: humanos contra humanos iban a ser responsables del cataclismo.

«Esto tenía que suceder, tarde o temprano», pensó Don Memo. 

Por lo que escuchó a los locutores, aquel día los líderes mundiales decidieron madrugar, sin considerar que se habían levantado por el lado malo de la cama. Don Memo supuso que, después de que el café matutino les supiera a rayos, se pusieron de acuerdo para sincronizar un ataque nuclear de todos contra todos. Así, una nación tras otra comenzó a hacer sonar su alarma roja. Muchos civiles no tuvieron tiempo de reunir a sus familiares y buscar un refugio. Otros se habían convertido en cenizas antes de ponerse los zapatos.

Don Memo sospechó que le faltaban unos cuantos segundos para unirse a los que habían muerto descalzos. Pero él no estaba dispuesto a morir ese día. Echó a correr desde los sanitarios del tercer piso del edificio donde trabajaba como conserje, hasta que llegó al rellano de las escaleras, que bajó en un voleo, a la velocidad del halcón que se lanza sobre una presa. Creyó que se le reventaban los pulmones, pero obligó a su cuerpo a esforzarse un poco más, hasta que alcanzó los almacenes subterráneos de la empresa. 

Varios empleados se arracimaban en la puerta de entrada, con el mismo propósito que tuvo él de esconderse a unos metros por debajo del suelo. Unos y otros rugían de miedo. Se empujaban, hubo golpes y quienes cayeron fueron pisoteados por una estampida de oficinistas. Sin embargo Don Memo no perdió los estribos. Pasó cuidadosamente entre la multitud y logró un lugar en el almacén, en donde se encontraban largas estanterías que guardaban las infinitas cajas y paquetes que la empresa se encargaba de repartir.

─¡Memo! ─le gritó un hombre desde atrás ─. Memo, ¿eres tú?

─Desde que tengo memoria, sigo siendo yo, sí ─le contestó, girando para ver de quién se trataba. 

Era Tobías, un compañero conserje que trabajaba por las mañanas. Se le veía preocupado, a diferencia de Don Memo.

─¿Crees que aquí estaremos a salvo? ─le preguntó Tobías angustiado.

En eso se escuchó un estruendo a lo lejos, y el suelo y los muros comenzaron a temblar. Una nube de polvo cayó desde el techo.

─Bueno ─dijo Don Memo con un suspiro ─, solo puedo decirte que estamos a punto de averiguarlo.