XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Cómo se fabrica
un monstruo 

Alejandro Indalecio Domínguez, 15 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

Una bola de papel cruzó el aire a espaldas del profesor, e impactó directamente en la nuca de Mateo, que ladeó un poco la cabeza y, ante las carcajadas de los alumnos, se encogió sobre su silla. Entonces, y tras la señal dada por Juan, el cabecilla de los abusones, un aluvión de bolas llovió sobre el chico. 

Al terminar la jornada, Mateo volvió a casa, otra vez humillado e inexpresivo. Al menos, fuera del instituto era él mismo, sin disfraces, aunque no estuviera contento. Cada día soportaba las burlas, risas despectivas, empujones y zancadillas de sus compañeros de clase. Desde que los alumnos decidieron ensañarse con él, no se sentía capaz de devolver los golpes. Además, le temblaban las piernas cada vez que los profesores le hablaban en público. Mateo sabía que ellos se lavaban las manos ante los abusos, que se conformaban con dejar su lecciones en la pizarra.

Mateo se ganó una diana en la espalda por ser bueno, ya que intentaba ayudar a los chicos vulnerables que eran objetivo de los matones. Por actuar de aquella manera, se convirtió en la más sufrida de las víctimas. Incluso aquellos a lo que ayudó se unieron a los abusos para ahorrarse problemas. Desde entonces no volvió a sonreír durante las horas que pasaba en el instituto. 

Así se sucedieron los meses, hasta un día en el que se pasaron de la raya. Fue durante la última clase de la jornada. Juan no se había divertido lo suficiente con Mateo. Convocó a sus amigos y organizaron la que creyeron la mejor de las bromas contra el pobre chaval.

Antes de que sonara la campana del reloj, dos alumnos se levantaron de sus pupitres y tiraron a Mateo al suelo. Se quedó perplejo. Inmediatamente le vaciaron unas botellas de agua por encima. Juan culminó el ataque, rebozándolo con una bolsa de virutillas, trozos de goma y papelitos.

El profesor se acercó a Mateo para socorrerlo, al tiempo que los abusadores huían del aula, a excepción de Juan, que lo esperó en la puerta.

–Oye, tú –le dijo–. Debo reconocer que esta vez me he sentido mal.

–Déjame en paz –Mateo entornó los ojos. 

–En realidad, la culpa es tuya. ¿Por qué no haces nada? 

Mateo levantó entonces la cabeza y le miró con verdadera furia. 

–Porque no soy como tú –le respondió antes de darle la espalda, dejándolo con la palabra en la boca. 

Al día siguiente, a la vuelta del recreo, Juan le daba vueltas a cómo se reirían de nuevo a causa de Mateo. Pero al cruzar el umbral de la puerta de la clase, se topó con un caos: todos sus compañeros parecían espantados. Algunos estaban salpicados de tinta, otros con las mochilas manchadas de Típex. El profesor permanecía inmóvil, sin poder reaccionar. 

El matón avanzó entre los pupitres. Algunos estaban regados de agua; otros, rotos en partes. El aula parecía un campo de batalla. Entonces se quedó de una pieza, pues su lugar era el peor de todos: la superficie de la mesa estaba repleta de cortes, manchas, líquidos, quizá escupitajos, pisadas y jirones de su mochila. Entonces volvió la cabeza para descubrir que Mateo era el único alumno que se encontraba sentado tranquilamente. Se cruzaron las miradas y Juan recordó sus palabras: «No soy como tú». Mateo, como si le hubiera leído la mente, le dijo con una media sonrisa: 

–Me has hecho peor que tú.