XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Ciento sesenta y ocho horas  

Isabela Palma, 16 años

Colegio Santa Margarita (Lima, Perú)

Habían pasado ciento sesenta y ocho horas desde la desaparición de Martín Bernal. Aquella frase se había convertido en un bucle en la cabeza de Miguel. Aprovechó que se encontraba al final de la clase para susurrarle con angustia a Sara, su mejor amiga:

–Las autoridades no hacen lo suficiente para encontrarlo.

–Miguel, cálmate. Tu papá va a aparecer, confía –le respondió ella con una débil sonrisa–.   Ahora presta atención a la profesora o te irá mal en el examen.

Miguel regresó a su posición inicial. Concentró la mirada en la pizarra, pero sin escuchar una sola palabra de lo que explicaba aquella mujer; su mente se había quedado en blanco.

En el recreo, Miguel le pidió a Sara que escuchara lo que tenía que decirle. Ella se dispuso a atenderle, aunque suponía que le iba a proponer alguna locura.

–Nosotros somos los que tenemos que resolver el secuestro, y no te voy a aceptar un no por respuesta. Se trata de mi padre; no voy a quedarme por más tiempo de brazos cruzados mientras el tiempo pasa sin que él regrese.

–Está bien; me duele mucho verte así. Ahora, dime, ¿cómo planeas que podamos hacerlo?  

Miguel tomó asiento en un banco junto a ella. Le sugirió que necesitaban crear una lista de sospechosos, además de ir preguntando a los vecinos si habían notado alguna actividad inusual en los días previos a la desaparición de su padre. Agregó, con gestos inquietos en las manos, que el mejor lugar para discutir todos estos temas sería la casa de Sara, a lo que ella puso una cara larga.

–No, Miguel. Mi madre escucharía nuestra conversación. 

Miguel llevó su mirada hacia el suelo, de manera pensativa.

–Está bien.

Decidió que lo más discreto sería ir todos los días a un parque poco concurrido, dos horas después del colegio. Esta vez, su amiga se mostró satisfecha. Ambos abrieron sus loncheras para comer algún refrigerio en el poco tiempo que les quedaba de recreo.

A las cinco y cuarto de la tarde, Miguel se encontraba caminando de un lado a otro y mirando su reloj de manera impaciente, preguntándose por qué no llegaba Sara. Pasaron un par de minutos más, hasta que vio que se dirigía hacia él con mucha seguridad y con un papel en la mano.

–Tienes que ver esto –le anunció, mostrándole la hoja con preocupación–. Hay dos personas que podrían tener algo que ver con el secuestro.

–El señor Hernández y la señora Gelcem –leyó Miguel en voz alta, llevándose la mano a la frente y mirando a Sara con incredulidad –. ¿Qué remota idea te podría llevar a creer que alguno de ellos pudo hacerle algo a mi padre?

–Piénsalo bien… En primer lugar, el señor Hernández tiene mucho rencor hacia tu papá, que se casó con la mujer que Hernández había amado toda su vida. ¿No es una razón perfecta para cometer un crimen? Ahora, hablemos sobre la señora Gelcem. Tu papá atropelló hace menos de un mes a su gata Eloísa, y ahora ella quiere venganza.     

–Bueno, puede que tengas razón –asintió.

Regresó caminando a su casa con un nudo en la garganta. Debía hacer lo imposible por averiguarlo.

A la mañana siguiente, Miguel salió a dar un paseo con su perro. Apenas caminó unos cuantos pasos, Coco empezó a olfatear un rastro que lo llevó hasta la puerta de la casa de Sara. Empezó a ladrar y arañar la entrada. Iba Miguel a llamar para pedir disculpas cuando, a sus espaldas, escuchó a su madre que lo voceaba desde lejos:

–¡Miguel! ¡Miguel, regresa! –exclamó mientras sostenía un teléfono inalámbrico–. He recibido una llamada de la señora Soledad, nuestra vecina –se le quebró la voz–. Me ha dicho que el viernes pasado escuchó unos disparos a las nueve de la mañana. Me ha explicado que recién me ha llamado, porque se acordó que sucedió el día que papá desapareció.

–¿Y algún otro vecino los escuchó? –le preguntó con intriga.

–Lamentablemente, no. Lo que sucede es que todos los vecinos y yo estamos en nuestros trabajos a esa hora. En cambio ella no, porque es jubilada –de pronto pareció mareada–. Las piezas encajan, Miguel; temo que nos estemos enfrentando a un asesinato.

A Miguel le temblaron las piernas. Su expresión lo decía todo: su padre estaba muerto. Rompió a sollozar. Pensó que todo estaba perdido, que su investigación había sido en vano. Hasta que, de pronto, pensó en Coco, que había intentado abrir las puerta de la casa de Sara. Entonces acudió a grandes zancadas para aclarar un pálpito.

Tocó la puerta un par de veces y no obtuvo respuesta, así que decidió entrar y recorrió todas las habitaciones. Le angustiaba pensar que Sara y su familia pudieran estar relacionados con la desaparición. De pronto escuchó un sonido proveniente del sótano, como si algo se hubiera caído. Su corazón se aceleró mientras bajaba las escaleras. El acceso estaba cerrado con un candado con clave. Escogió varios números al azar, hasta que introdujo la fecha del cumpleaños de Sara. El paso se abrió.

Había una mesa cubierta de hojas sueltas, lapiceros y cinta de embalaje. Miguel tragó saliva, pues vio una pistola en el suelo. Caminó un par de metros, hasta donde la luz del vano no llegaba, por lo que tuvo que prender la linterna de su celular. Entonces se encontró con un cuerpo envuelto en bolsas negras de basura. Tomó la valentía de descubrir lo que había dentro:

– ¿Pero cómo es esto posible? –gritó mientras daba una zancada hacia atrás.

– ¿Quién anda ahí? –escuchó a Sara.

–Quiero reportar un asesinato en la casa 152 de la calle Ayala, en Salamanca. Vengan lo más rápido posible, por favor –habló el chico a través del celular mientras buscaba un escondite.

– ¿Miguel, eres tú? –preguntó Sara desde el primer peldaño de las escaleras que bajaban al sótano–. Sabes que no me gustan esta clase de bromas. 

La chica prendió una linterna y bajó rápidamente los peldaños.

–Sí, soy yo –afirmó Miguel, mostrándole el celular que comunicaba con la policía–. ¿Por qué habéis hecho esto? –se echó a llorar, desconsolado.

–Te lo puedo explicar –le dijo Sara mientras se acercaba a su amigo–. Sé que nunca me perdonarás, pero tenía mis razones. Mi padre trabajaba para el tuyo, quien en una ocasión lo hizo partir al mar en un pequeño bote para que buscara una zona nueva de pesca. Esa noche se formó una tormenta que llevó la nave a pique. Sabes que mi padre murió ahogado. La ambición era lo único importante para Martín. Negó haberle dado aquella indicación y nunca se hizo justicia –le miró a los ojos–. He hecho lo que tenía que hacer.

–Me contaste que tu padre murió en un accidente de carro.

–Te mentí. ¿Sabes cuánto tiempo me tomó organizar este plan?

Escucharon las sirenas de la policía. Entraron diez oficiales armados en la casa. Sara no se resistió. Alzó los brazos y dejó que la esposaran. Cooperó en todo momento; no tenía escapatoria. Esta noche, los medios de comunicación explicaron los trágicos últimos instantes de la vida de Martín Bernal.