XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Vida la vida

Cristina Elias, 15 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Aunque los gritos cruzaron los jardines de Versalles, Luis no se movió. Había sido educado para obedecer, no para decidir. La originalidad no formaba parte de su manera de ser, siempre predecible, como denotaba al ser el decimosexto rey en su árbol genealógico que ostentaba el mismo nombre en una nación cuya monarquía se tambaleaba sobre columnas de sal y arena que empezaban a desmoronarse por el peso de la revuelta. 

Desde la cuna le habían enseñado a firmar, a sonreír y asentir. Lo vistieron con terciopelos, lo llenaron de gestos pomposos y de palabras huecas. Cada mañana le colocaban la corona como se coloca un sombrero a un espantapájaros, y él, con su quietud obediente, aprendió a mostrarse como un rey. 

Los tambores de la Revolución repicaban cada vez más cerca, aunque en palacio todavía se fingía que aquel sonido lo traía el viento. Pero Luis no tenía dudas de que escuchaba aquellos golpes amenazadores, el canto quebrado de las mujeres en los mercados, las risas desdentadas, los llantos de quienes no tenían trigo. 

Los carrillones de Versalles dieron las seis. Fuera, las voces se alzaban como olas. Ya no era el viento: eran fuego, hambre, furia. Más allá del perímetro de los muros, en cambio, el tiempo parecía detenido. Los lacayos huían, las lámparas oscilaban desde las cúpulas mientras Luis continuaba en pie, con la mirada fija en la nada, como siempre. 

No hubo ceremonia, no hubo juicio. Los representantes del pueblo lo miraron sin reverencia, lo rodearon como se rodea un objeto que ha perdido su función. Uno de ellos, un joven con las manos manchadas de harina, se le acercó y tiró de su manga. El brazo se movió, pero no por propia voluntad. Alguien le tiró de su cuello, y entonces se oyó el crac seco de un hilo que se rompe. La marioneta cayó de rodillas. Y al hacerlo, Luis sintió algo novedoso: el peso de su propio cuerpo, el de su historia, el de todas las decisiones que otros tomaron por él. Por primera vez no era un rey. Tampoco era un hombre. Era la sombra hueca de una idea rota.

—No habla —dijo uno.

—No sabe —dijo otro.

Lo tumbaron en el suelo y cortaron los hilos que aún lo sostenían. Uno por uno. Sin furia, sin gloria, como quien desmonta un viejo reloj que no da la hora.

Luis no gritó; no sabía cómo hacerlo. Pero en el instante en que el último hilo se quebró, algo dentro de él vibró con vida. Por fin entendía que nunca fue soberano. Solo un títere en un teatro de mármol. Y ahora, por primera vez, era libre.

Horas después rodó su cabeza. En el silencio final, alguien escribió en una pared polvorienta: 

¡Viva la vida!