XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

“Sort en tinc de tu”
(“Suerte tengo de ti”) 

Cristina Elias, 15 años

Colegio La Vall (Barcelona)

La ciudad amanecía despacio, como si el sol tuviera dudas de salir. Sobre los tejados, una brisa tibia empujaba los restos de oscuridad y los rayos daban paso a la madrugada. José miraba por la ventana, con los ojos fijos en ese naranja tímido que teñía los edificios. Había dormido poco, pero no le importaba. En la silla que tenía al lado, dormía una niña con la cabeza apoyada en su brazo, las trenzas desordenadas y un peluche abrazado entre los dedos regordetes de sus manitas.

Se llamaba Ana y no era su nieta, ni su sobrina, sino la hija de la mujer que había conocido la semana anterior en la sala de espera. Les había unido la impaciencia compartida de quien espera en un hospital, así que primero fue un tímido saludo, hasta que los días fueron pasando y empezaron a hablar en cada una de las citas médicas, al principio de asuntos banales; luego, de cosas más serias. María, la madre de Ana, le contó sobre la enfermedad que sufría su hija, que la mantenía retenida en aquel hospital. Él, sobre su madre, que se apagaba lentamente. Dos realidades completamente distintas, dos mundos diferentes unidos en los mismos pasillos, el mismo cansancio y la misma máquina de café a la que acudían después de las largas noches en vela. 

Ana, con su energía inagotable y su forma de ver el mundo como un lugar lleno de magia, se convirtió en un pequeño sol que iluminaba aquellas pesadas jornadas.

José se quedó un rato más junto a la niña, observando cómo se dormía con la inocencia intacta. Aunque su madre acababa de traspasar el umbral de la muerte, sin embargo, no lloró. Recordando lo mucho que a ella le gustaba el amanecer, se levantó y caminó hasta la ventana del cuarto del hospital. Allí pensó en aquella tonada que Ana no cesaba de cantar. Hablaba sobre el amanecer. Sus versos decían que cada día es una oportunidad para celebrar la vida y a quienes nos quieren y dejan huella en nuestro espíritu. 

Al cantar aquella canción, no pensaba solo en su madre, sino también en esa niña que, sin saberlo, le había recordado lo esencial: que, incluso cuando todo parece perdido, la vida ofrece pequeños destellos de belleza; que no hace falta entenderlo todo, ni correr tras grandes logros. Basta con estar y escuchar una canción. Con ver salir el sol sobre los tejados.

Sort en tinc de tu —susurró.

Cuando Ana se despertó, José le sonrió con ternura.

—¿Me la cantas otra vez?

La niña asintió, y frotándose los ojos empezó a entonarla con una voz suave que llenó la habitación como una brisa cálida. En ese instante, José comprendió que la vida se escribe con lo que perdemos, pero también con lo que compartimos. Se sentía liviano porque en medio de la oscuridad había encontrado un punto de luz. 

Mientras Ana tarareaba, el sol, esta vez sin dudar, subió por fin sobre los tejados.