XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Sesenta segundos 

Rodrigo Lauria, 15 años

Colegio El Prado (Madrid)

Sesenta segundos:

El reloj marcaba las nueve en punto. Él había llegado: chaqueta de cuero oscuro, camisa blanca, mirada hundida en un vaso de bourbon barato. El detective no bebía, no esa noche, no hasta que lo viera. La lluvia chocaba fuertemente sobre el cristal. La música en el bar era un susurro leve. 

Llevaba años siguiéndole. El criminal usaba muchos nombres, algunos más conocidos, otros menos, pero ninguno real. El apodo más habitual era “El Arquitecto”, no porque dibujara casas, sino porque todo lo que tocaba se caía a pedazos: bancos, compañías, negocios, vidas… Estaba involucrado en estafas de millones de euros sin haber dejado una sola huella. En robos sin violencia. Era un genio, pero un genio criminal.

Cincuenta y cinco segundos:

Solo le había visto en una ocasión, cuando salía por la puerta de un banco, en Lisboa, tras uno de sus mejores trucos. Sonriente, impecable, rodeado de clientes que desconocían quién era. La Interpol no conseguía atraparlo; la policía local ni lo intentaba. Los jueces estaban comprados o habían desaparecido. La Ley no podía con él, pero esta vez iba a ser diferente: gracias al chivatazo que había recibido, sabía que iba a atraparlo.

Cuarenta y cinco segundos:

Su último golpe fue en una joyería de Amberes, de la que se llevó unos cuarenta y dos millones en brillantes. Había alarmas, había cámaras… pero nada, desvalijó el local con la facilidad de quien le roba un caramelo a un niño, sin dejar otro rastro que una cámara acorazada vacía. Pareció que tiempo se hubiese detenido para él, como si el resto del mundo hubiese parpadeado y las joyas se hubieran disipado como las gotas de lluvia al rebotar en la acera.

Treinta segundos:

El detective zarandeó el vaso, no para beber sino para disimular la tensión en sus dedos. Fuera, la lluvia seguía cayendo. De pronto, en la esquina de la calle se detuvo un coche. Salió de él una figura que cruzó el asfalto y se dirigió al bar canturreando entre dientes.

Quince segundos:

Cuando abrió la puerta del bar, una ráfaga de viento helado atravesó la sala. El camarero miró de reojo y la música bajó su volumen. Ningún cliente pronunció una palabra. Daba la impresión de que allí dentro costaba respirar. El aire se hizo más denso, como si el universo contuviera el aliento al saber que algo importante estaba a punto de ocurrir.

Cinco segundos:

El detective no necesitó mirarlo. Sabía que era él. El perfume caro, su andar sin prisa y la sonrisa intuida en quién se sabe superior. Por fin había llegado el momento.

El detective tomó un trago, ahora sí, y dejó el vaso de bourbon en la barra. Suspiró. Por fin había llegado lo que llevaba esperando tantos años, lo que había soñado y que tantas veces había ensayado en su cabeza. Suspiró de nuevo, giró su cuerpo lentamente y dio el primer paso del camino más importante de su carrera. Levantó la mirada y la dirigió hacia él. Sintió una oleada de lástima: tanto éxito, tantos golpes, una leyenda viva y, sin embargo, había llegado a su fin. Buscó con su mirada los ojos de su presa, esperando encontrar sorpresa, incluso miedo… pero esos ojos le estaban examinando a él, y lejos de transmitir miedo expresaban diversión.

–Ya sabes por qué estoy aquí– murmuró el detective.

–Claro que sí. Lo que no sabes es por qué estoy yo aquí. Mientras me esperabas, he robado tú apartamento. La placa que llevas no es tuya.

–¿Cómo?

El Arquitecto se rio por lo bajo y se levantó. 

–No eres el primero que intenta capturar a un fantasma.

Y se desvaneció entre la multitud del bar, dejando solo el eco de su risa. El detective se sumió en el vértigo de haberse convertido, de pronto, en la presa.