XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Señora Einstein
Mariona Martí, 15 años
Colegio La Vall (Barcelona)
El señor Einstein sostenía un diploma que reconocía sus descubrimientos científicos mientras recibía una cerrada ovación. Unos pasos por detrás, la señora Mileva Einstein permanecía en pie esbozando una sonrisa, en un débil intento de que las cámaras no captaran su frustración, pues los descubrimientos que reconocían a su marido eran méritos suyos. Es decir, ella era quien los había logrado: el laboratorio, el equipo, los apuntes… Por ser su esposa, se entendía que todos los honores los merecía el señor Einstein, quien solo se había hecho cargo de la financiación de aquellas investigaciones. No era la primera vez que atribuían sus logros a su marido; sin embargo, aquella fue la gota que colmó el vaso.
Una vez en su hogar, mientras se quitaba las joyas, sentada en el secreter del dormitorio conyugal, él señor Einstein acudió a contestar el teléfono, que había roto a chillar desde la sala de estar. Se trataba de una invitación a una cena preparatoria para la entrega de unos premios que reconocerían el brillante intelecto de varios miembros de la comunidad científica. Al escucharle, Mileva detuvo sus manos sobre el cierre de su elegante collar de perlas y respiró profundo para dominar su furia. Una vez más, el premio que le pertenecía iría destinado a un hombre cuyo único brillo era la suerte de haberse casado con ella.
Lo acompañó, desganada, porque él se lo pidió. Se sentía como un complemento, un objeto que mostrar para presumir ante otros, y nada más. Mileva se acercó a la mesa de aperitivos con una copa de champán en la mano y miró a su alrededor. Vio a muchas mujeres con un semblante apagado, con una copa o un bocado en sus manos como de porcelana, y con una mirada inexpresiva en la que se vio reflejada.
Decidió hablar con una de ellas, y al cabo de un rato se acercó a otra, y a otra… Al final de la velada, había conversado con la señora Henriot, la señora Schrödinger, la señora Bohr y muchas otras mujeres. Todas eran distintas entre sí, pero compartían una experiencia parecida: sus cónyuges se habían apropiado de su trabajo sin permiso y sin darles el crédito que se merecían. Y estaban furiosas.
A pesar de todo, se fueron sonrientes a sus hogares.
La noche de la entrega de premios seguían complacientes, felices. Se arreglaron con sus mejores joyas, sus más preciados vestidos y sus más elegantes zapatos. Sonrieron a las cámaras que esperaban a sus maridos por fuera del auditorio, mientras ellos hablaban con ilusión sobre sus supuestas investigaciones y experimentos. Tomaron asiento, agarradas de la mano de los traidores que se habían apoderado de su legado. Mostraban su faceta más dulce ante los ojos juzgones de la prensa.
Ellos se frotaban las manos, pues deseaban ser los elegidos entre los más de ciento cincuenta asistentes y poder así vanagloriarse de poseer una de las veinticinco estatuillas que brillaban sobre una mesa. Ellas se retocaban el maquillaje o se repasaban el peinado, escondiéndose de los focos como habían hecho siempre.
El auditorio estalló en el caos cuando, al anunciar el primer premio, cientos de mujeres se levantaron al unísono, con sus tacones repiqueteando por el escenario, para reclamar los premios que legítimamente les correspondían. Se pasaban las estatuillas las unas a las otras, posaban con ellas y se reían. Algún marido las miraban con la boca abierta, otros enfurecidos, todos sin saber qué hacer. Las autoridades que entregaban los premios se habían escabullido entre bambalinas, para evitar ser considerados responsables de aquel incidente.
Mileva, con una estatuilla en su mano, se giró hacia la multitud y encontró una amarga mueca en el rostro de su esposo. Aunque se sintió disgustada, no pudo apartar su mirada del brillo dorado que emitía el premio. Luego, volvió a observar al señor Einstein, se encogió de hombros y decidió ignorarlo. Al fin y al cabo, su marido no le había traído más que dolores de cabeza. Aquella estatuilla se la había ganado ella solita.
Salieron juntas de la sala, complacidas y perseguidas por los fotógrafos. Y, por primera vez, quiénes iban por detrás eran los que hasta entonces habían presumido de su ciencia.