XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Por interés te
quiero, saber
Carlos Garde, 18 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Nos encontramos en una clase de matemáticas de cualquier instituto español. En ella, alrededor de veinte adormecidos estudiantes luchan contra la desidia para prestar atención a lo que el profesor les dice:
–El área delimitada entre dos funciones viene dada por la diferencia de las integrales de cada una, sustituyendo la incógnita por…
Uno de ellos, que no es el más brillante del grupo ni el más rápido de ideas, empieza a hacerse preguntas:
«¿Qué tiene que ver el área con una integral? Incluso… ¿qué es una integral?».
Al finalizar la clase, se une a la conversación de sus compañeros, pero se da cuenta de que estos no tienen ninguna duda sobre la lección que acaban de recibir. Es decir, no se han cuestionado nada de lo que el profesor les ha explicado. Sorprendido, vuelve a su pupitre para darle una vuelta a la lección de matemáticas. Con empeño, logra entender cómo puede resolver los problemas sobre el asunto, pero desconoce el porqué hay que hacerlo de esa manera. En fin, no tarda en abandonar sus pesquisas. En realidad, poco le importa, pues esa materia no va a formar parte del examen.
Puede que a la mayoría de los estudiantes no nos interese el conocimiento, solo lo que obtenemos de él. Leemos, estudiamos, tratamos de comprender las cosas… con el único fin de aprobar un examen, sacar unas oposiciones o impresionar a quienes nos rodean. No digo que no sean espléndidos estos resultados, pero al abusar de ellos terminamos por convertirlos en una finalidad.
En la sociedad de nuestro tiempo, lo único importante es lo que consideramos útil. De nada sirve el porqué de las cosas, su origen, su razón, su destino. Solo pretendemos el fruto del conocimiento, no el poso que nos deja. Lejos queda la utopía de la Grecia clásica, cuando el propósito del estudiante era la contemplación, el saber, la profundización en todas las ciencias.
Una de las lecciones que recuerdo de cuando pasé por primaria, es la que nos enseñó nuestra profesora de religión: si un compañero solo te quiere cuando tienes algo rico de merienda para compartir, no es un verdadero amigo. Y nosotros somos como ese compañero respecto al conocimiento; abusamos de él. Al chico con merienda lo necesitamos, pues tenemos hambre, pero una vez hemos conseguido lo que anhelábamos –un trozo de su bocadillo–, nos alejamos para volver a nuestras cosas. Sirva la analogía para explicar que primero nos acercamos al saber, para pedirle amablemente que se introduzca en nuestra cabeza para que podamos aprobar, pero una vez logramos nuestro cometido, abrimos la puerta de la memoria para dejar salir lo aprendido. No conozco a nadie –y me incluyo en el saco–, que repase una materia tras el examen. Si le fuéramos fieles al saber, si lo quisiéramos por lo que es, haríamos el esfuerzo de volver a encontrarnos como dos buenos amigos.
La solución del problema es imposible, ya que no podemos pedirle a un estudiante que se esfuerce por entender lo que memoriza, pues se trata de un trabajo innecesario para su propósito. Tampoco conviene exigir a un trabajador que por la tarde llega extenuado a su hogar, que lea por amor al conocimiento, pues solo tiene fuerzas para atender a su familia.
No nos empecinemos en conocer por conocer, ya que de la misma forma que no se puede forzar a dos personas a que sean amigos, no se puede forzar a nadie a buscar el conocimiento por mero gusto. Si la amistad solo puede darse desde la libertad, una relación desinteresada con el saber solo puede salir de uno mismo.