XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Nemo
Miguel Rodríguez Rodríguez, 15 años
Stella Maris College (Madrid)
–¿Hay alguna manera de salir de aquí? –se preguntó Nemo, mientras con las manos apartaba angustiado a la gente que se agolpaba en la discoteca.
Ahogado por la niebla que exhalaban las máquinas de humo frío, intentaba encontrar algún rincón tranquilo en medio de aquel lugar caótico. La cabeza le daba vueltas a causa de las copas que se había tomado. Ante él se levantaban muros de gente, como olas que intentaban atraparlo. Todos le miraban a los ojos. Todos le gritaban:
–Y ahora, ¿dónde están tus amigos?
Nemo gritó muy fuerte, y la discoteca tembló.
Le aturdió un ruido en ondas sonoras, como si estuviera sumergido en el agua. Las personas pasaban corriendo a su lado y algunas chocaban con él.
El zumbido en su cabeza se hizo más intenso, como si en su interior revoloteara un enjambre de moscas. De pronto, empezaron a desprenderse trozos del techo. Súbitas llamaradas surgían de la pista de baile y la niebla, antes blanca, era ahora un denso humo negro. La gente corría y se difuminaba en una paleta de rojos, naranjas y amarillos. Ya no había duda: la sala se había incendiado.
Nemo se encontró solo frente al peligro. Volvió a taladrarle la pregunta:
–¿Dónde están tus amigos?
Hubo un nuevo grito que le dejó paralizado, sin saber qué hacer. Miró a un lado y creyó descubrir un hueco entre las llamas y los cascotes, junto a un cartel verde que anunciaba: “SALIDA”. Pero, ¿qué sentido tenía salir de donde se encontraba? ¿Qué habría detrás de esa puerta?: Lo mismo que antes: más discotecas, más copas, otras masas humanas en movimiento. Exactamente lo mismo con lo que se había topado al cruzar tantos umbrales en los que también estaba señalado: “SALIDA”.
Dio la espalda a la puerta. La enorme bola de espejos corría el riesgo inminente de desprenderse sobre la pista. Como guiado por una mano invisible, Nemo se puso debajo.
–¿Qué mejor final que acabar entre una nube de cristales de colores?
Habría una explosión de destellos, luces, y después… nada.
Se sentó en el suelo. Mientras veía al mundo derrumbarse, aguardaba angustiado su propio final. El humo le estaba ahogando cuando le pareció distinguir una figura entre las llamas. Era un ser alto, brillante. No podría decir si aquel personaje reflejaba las llamas o las producía. Se sintió deslumbrado, y alcanzó a oír algunas de sus palabras:
—Ven conmigo. Conozco la salida. A esa bola enorme no le quedan ni diez segundos para caer a plomo sobre ti. ¡Quítate de ahí!
Nemo lo miró, aterrado.
—No. Me quedo aquí.
—Vamos, ven. Yo me ocuparé de ti. Tendrás muchas riquezas —le prometió el extraño ser.
—¿Para qué las quiero? Nunca me han servido de nada.
—Te daré suerte, prosperidad, fama –insistió.
—Ya las he tenido, y esas cosas vienen y van, dejándote cada vez más amargura.
—Te daré amigos.
Nemo gimió, desesperado.
—¿Dónde están mis amigos?
—Tú te lo has buscado —le advirtió con un rugido. Y desapareció entre las llamas.
Nemo cerró los ojos. Notó que se le agitaba el pelo, era consecuencia de una suave brisa. Desaparecieron el calor, la asfixia y el humo sofocante. En el pasillo que llegaba de la pista de baile a la puerta, había un niño derrumbado en el suelo.
–¿Cómo habrá llegado aquí? ¿Qué hace en la discoteca?
Nemo tenía que salvarlo.
Miró hacia arriba, a la enorme bola de cristal. Se levantó y, a la carrera, tomó al pequeño en brazos y atravesó el umbral oscuro de la puerta de salida mientras oía el estrépito de la bola de discoteca al caer y arrastrar consigo lo que quedaba del techo.
Nemo estaba en la calle. Era de mañana. Respiró una bocanada de aire fresco y se sintió despejado. El sol le cubrió con sus rayos y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Depositó con cuidado al niño en un banco, e inmediatamente éste se despertó y lo miró.
–¿Qué hacías allí? –le preguntó Nemo –. Menos mal que yo estaba dentro. Te vi de casualidad y pude salvarte.
–No es así –le corrigió el niño–. Fui a la discoteca por ti; fui yo el que te salvó.
El muchachito se puso en pie y se fue. Nemo le miró desconcertado y le siguió.
–No tengo nadie con quien estar –le dijo mientras le ponía una mano en el hombro– ¿Me puedo quedar contigo?
–¡Claro! –le sonrió–. Por fin has encontrado lo que siempre habías buscado.
–¿Cómo has dicho?
-Sí, Nemo. La felicidad y el sentido están en el otro, no en uno mismo.
Nemo asintió y, sin decir nada, levantó la vista al cielo. Después de muchos meses, se sintió contento.