XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Imperio de hierro
Mariona Martí, 16 años
Colegio La Vall (Barcelona)
Anastasia recordaría durante toda su vida aquel domingo de 1905, mientras la nieve caía, blanda e inocente, sobre los cuerpos de los manifestantes que su padre había aplacado utilizando la violencia.
Ella estaba sentada en un diván de terciopelo, bordando en su bastidor. Las risas de sus hermanas, entrelazadas con la música que brotaba del gramófono, hacían que en el salón de palacio se respirara paz y felicidad. Sin embargo, un lejano rumor se coló por los ventanales, un rumor que la hizo detener su labor.
Una de aquellas ventanas, cubiertas por unas cortinas de seda, daba a un balcón circular al que Anastasia salía a leer en primavera y verano, para observar desde allí el espectáculo que ofrecía el ocaso. No fue así aquella tarde. Cuando abandonó bastidor, agujas e hilos y se acercó al ventanal, al otro lado del vidrio percibió unas oscuras siluetas, hombres cuyos abrigos gruesos y gorros contrastaban con el suelo níveo. Un grito se le ahogó en la garganta, pues desde la atalaya más privilegiada del Palacio de Invierno fue testigo del odio, el fuego, el escándalo y la destrucción.
La princesa rozó con las yemas de los dedos el cristal empañado, hipnotizada por la escena, hasta que decidió abrir los picaportes para salir al balcón. La guardia de su padre, sobre los caballos, con sus uniformes y las armas bruñidas, apuntaba hacia los manifestantes.
Anastasia sintió que su pecho se encogía al ver como los soldados que siempre la habían hecho sentirse protegida, cargaban contra los súbditos del reino ante sus ojos. Se apoyó en la baranda del balcón, incapaz de hacer nada. Descubrió que había mujeres que llevaban a sus hijos en brazos y hombres que trataban de detener la carga con la palabra, sin éxito.
Unos minutos después, el silencio envolvió San Petersburgo. Con ojos cristalizados, la princesa observó la siembra de cuerpos que yacían ante los portones de su hogar. Uno de los ajusticiados sostenía un papel. Poseída por una curiosidad insaciable, Anastasia se abrochó su abrigo e ignorando las advertencias de su madre, bajó al patio para rescatar dicho papel, manchado de sangre, de unos dedos que no le ofrecieron resistencia.
Le aplastó la tristeza al leer que lo único que querían aquellas personas era llegar a un acuerdo sobre la duración de su jornada laboral. Sobrecogida, tomó del brazo a uno de los soldados, y con voz temblorosa le preguntó la razón de aquella matanza. El soldado dirigió la vista hacia el palacio sin decir una palabra. Ella lo hizo también. En la fría mirada de su padre encontró la respuesta.
Cuando regresó al salón nadie señaló su falta de cordura. Se fue a sus aposentos, y a la luz de un candelabro releyó la petición que había robado de las manos de aquel desgraciado.
Su padre la había criado para ser una zarina ejemplar, firme y justa, pero lo que había presenciado no era justo en absoluto. Llena de rabia, buscó consuelo en la noche que se mostraba del otro lado de la ventana. En su alcoba también había un balcón, más pequeño, que también solía frecuentar. Decidió salir. Bajo la luz de la luna fue tomando una determinación: iba a ser, por primera vez, la emperatriz con la que había soñado.
Sospechaba que el incidente se repetiría, así que aún podía ayudar a su pueblo. Por eso, cada noche se escabullía del Palacio de Invierno y salía por las calles de la ciudad, para regalar hogazas de pan a los más necesitados. Durante esas horas hablaba con los que repartían octavillas, siempre protegida por su grueso abrigo azul y con la cabeza cubierta para pasar desapercibida. Unas semanas después, cuando el pueblo estuvo listo para volver a intentarlo, ella lo apoyó.
Aquella fría noche de octubre, los manifestantes irrumpieron en el palacio a través de los portones, que los habían recibido abiertos de par en par. Subieron por la lujosa escalinata, que contrastaba en su belleza con sus gastados trajes, bajo la mirada de los retratos de la familia real y sus antepasados. Entraron en los aposentos del zar para llevárselo entre gritos, y lo abandonaron en la nieve, tal como los soldados hicieron con los suyos.
—¡Anastasia, hija! ¿No te enseñé yo a ser justa? Ayúdame, ¡te lo ruego! -exclamó el zar arrodillado sobre la nieve y tiritando.
—Ellos te rogaron ayuda, y tú no fuiste justo. No puedo defenderte porque tú no defendiste a tu pueblo.
Desde su balcón favorito, rodeada del pueblo que había prometido proteger, Anastasia observó las llamas que devoraban un imperio de hierro.