XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Galilea
Teófilo Medina, 18 años
Colegio Mulhacén (Granada)
—¡Bájese de ahí, hombre, no sea tarugo! —le rogó su mayordomo Baldomero.
—¿Y usted, por qué está triste? —le preguntó su otro sirviente, Antonio—. ¡Por Dios!... Si no ha trabajado un día en su vida; si ha heredado de sus padres unas riquezas y unos títulos nobiliarios que ya los quisiera para mí.
Con estas y otras razones intentaron ambos criados convencer a su señor para que descendiera del taburete que le permitía alcanzar la soga que con la que iba a rodear su cuello.
—¡Brutos y zotes! —respondió el señorito Anselmo—. ¿Qué sabréis vosotros de las sensibilidades de un marqués, si no sois más que gente de la tierra? Mañana cumplo cincuenta años, y en toda mi vida me ha amado una mujer. Por eso he decidido acabar con mi vida, pues si siendo feo y calvo no he encontrado esposa, no me quiero imaginar ahora que llego a viejo.
—Venga, hombre, no diga niñerías —replicó Antonio al borde de la risa—. Si quiere usted una esposa, ¿por qué no sale a la calle a buscarla?
—Eso es imposible —determinó tajante el señorito—, pues a mí me dan tanto o más miedo que un espectro. No ha habido ninguna que me haya hablado con cariño en toda mi vida. Lo único que impediría mi muerte sería hallar a una mujer cercana y amable antes de las doce. Por esto, amigos, os agradecería que me dejéis a solas.
Atendiendo sus órdenes, ambos hombres abandonaron el habitáculo. Una vez afuera tuvieron la siguiente conversación:
—No se ponen tontos los ricos ni nada… —empezó Antonio—. A ver qué hacemos.
—Tienes razón —asintió Baldomero—, pero esto nos puede hundir, que ya me dirás dónde vamos a parar sin estas petulancias de los señoritos, tal y como está el país, que no hay trabajo para nadie.
—Pues se me acaba de ocurrir una idea —declaró Antonio con una sonrisa pícara—. Tú te convertirás en su esposa: le vas a pedir a tu señora un vestido y unos tacones, mientras yo me acerco al chino a por una peluca.
—¿Me estás tomando el pelo? —protestó Baldomero—. ¿Yo vestido de mujer? ¿Y por qué no lo haces tú? ¡O todos moros o todos cristianos!
—Yo tengo unas barbas que no las quitamos en una tarde. Además, voy a ayudarte, tranquilízate. Le diremos que eres mi prima de Albacete, la bellísima Galilea.
De esta manera le terminó de persuadir al mayordomo y puso en marcha su maquinación.
Una vez arreglado y maquillado, Baldomero se convirtió en Galilea: una moza de hombros anchos y voz grave. Juntos se acercaron donde estaba el señorito. Antonio tocó la puerta y asomó la cabeza.
—¿Otra vez aquí? —refunfuñó Anselmo—. ¿No te he dicho que no me voy a bajar de la banqueta, por mucho que me lo ruegues?
—Menudo dilema —se afligió falsamente Antonio—, porque no sé yo cómo le va a dar dos besos a mi prima desde ahí arriba. Ha venido desde Albacete para encontrar novio, fíjese, que no es que no tenga pretendientes en su pueblo, pero busca a un marqués que aprecie su belleza.
—¡Qué descortés por mi parte! —exclamó Anselmo, ilusionado. Se quitó la soga y bajó rápidamente a recibirla.
–Pues, entonces, que pase. ¡Galilea!
–Galilea… –suspiró el marqués al verla entrar–. Sí, es verdad, aprecio tu belleza, muchacha. Has hecho bien en venir a buscar a un hombre con gustos tan delicados y aristocráticos como los míos.
Seguidamente, don Anselmo le besó la mano. Con los labios notó unos callos poco femeninos.
—¿Tu trabajo tiene algo de físico? —dudó el señor alzando la cabeza y clavando los ojos en los de la tal Galilea—. Y ahora que lo pienso… Me suena tu cara. ¿Nos hemos visto antes?
—No, hombre, no —contestó angustiada Galilea—. Aunque, sí, es posible, mi señor, que nos hayamos visto en sueños, pues ante una sutileza, cortesía y saber estar como las suyas, dudo que haya mujer que no haya soñado con usted.
—¿Lo dices de verdad? —inquirió Anselmo con emoción, pues en su vida le había dedicado una señorita tales palabras.
—Verdad de la buena —remachó con un tono de voz masculino—. Y estoy segura de que cualquier sería muy feliz de desposarse con alguien tan bueno como usted.
Creyó Baldomero que con esas loas animaría suficientemente al marqués para que renunciara al suicidio. Este, arrebolado, se precipitó a besar a la que creía ser su amada. Galilea intentó escaparse, pero el señorito la tenía bien agarrada. Fue entonces que Baldomero no lo pudo soportar y se quitó la peluca para revelar su identidad.
Anselmo se quedó paralizado.
Sin embargo, tan fuerte era la locura del señorito Anselmo que fue incapaz de ver que se trataba de su mayordomo y no de tan bella muchacha.
—¿Qué te pasa, cariño? ¿Por qué te quitas los pelos? Bueno, da igual, yo te amaré con o sin ellos.
Antonio, con incredulidad, rompió a reír a su gusto.