XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El retrato final 

Pablo Seguín, 14 Años

Colegio María Teresa (Madrid)

Ainoa pertenecía al Cuerpo Nacional de Policía, y solía dirigirse a la comisaría en un autobús de línea. En la parada siguiente a la suya, muchas veces se subía un hombre vestido de traje, que llevaba en la mano un cuaderno y un lápiz. A Ainoa le llamaba la atención, ya que mientras el autobús avanzaba por las calles él se dedicaba a hacer bocetos rápidos de los pasajeros, a los que después les regalaba el dibujo.

Una mañana, a Ainoa le entró la curiosidad por verle dibujar. Al acercarse a su asiento, descubrió que estaba esbozando los rasgos de una joven asiática que permanecía sentada junto a la ventanilla contraria, a la que había añadido con el lápiz un hacha clavada en la cabeza.

«¡Este tío está loco!», pensó.

Cuando la asiática llegó a su destino, el hombre bajó tras ella y le cedió la hoja del cuaderno.

«Loco de remate», concluyó Ainoa mientras el tipo se perdía calle abajo.

Horas después, le llegó a la comisaría información sobre un asesinato que acababa de ocurrir en un callejón, apenas a unos cientos de metros de la parada en la que horas antes se bajaron la pasajera y el dibujante. La descripción era aterradora: el cadáver pertenecía a una mujer asiática, que había aparecido en el suelo con un hacha clavada en el cráneo. Al terminar de leer el aviso, Ainoa acudió donde sus superiores para explicarles lo que había visto en el autobús.

–Un dibujante… –sonrió el comisario con desdén–. Vamos, cabo, no se haga películas.

A la mañana siguiente la agente volvió a coincidir con el pasajero, quien en cuanto se sentó en su plaza abrió el cuadernillo para trazar esbozos. Cuando Ainoa llegó a su parada y bajó por la escalerilla, el hombre le tendió el apunte. En aquella ocasión era ella la retratada. Al aproximarse a la puerta para cogerlo, esta se cerró y el autobús se puso en marcha.

«¿Cómo me habrá retratado?», se preguntó confusa. «¿Seré yo la próxima víctima?».

No quiso que el miedo nublase su mente. Si quería detenerlo antes de que pudiera atacarla, primero tenía que encontrarle, es decir, investigar por su propia cuenta.

Comenzó allí mismo a reunir pistas. El viajero solía apearse en la parada de La Salle. Vestía traje negro y llevaba con él el cuaderno y el lápiz. 

Las cámaras de seguridad de los locales comerciales podrían decirle cuál era su destino, así que fue pasando por las tiendas que había cerca de la parada, a las que pidió que le dejaran ver las grabaciones, para averiguar hacia dónde se dirigía aquel extraño. Poco a poco, Ainoa llegó a un hotel y entró en la recepción.

—Soy agente de la Policía Nacional —le informó al recepcionista mientras le enseñaba su placa de identificación—. ¿Reconoce a este hombre?

Le mostró una imagen impresa de una de las cámaras que acababa de revisar.

–En efecto; se hospeda aquí —le respondió mientras tecleaba el ordenador—. Tercer piso, habitación 318.

—Deme la llave maestra —le exigió con voz firme.

Ainoa subió las escaleras a paso ligero. Sacó su pistola del bolso, pasó la tarjeta por el lector de la puerta y de una patada la abrió, apuntando al frente. Sin embargo, el cuarto estaba vacío. Lo único que encontró fue una de las hojas del cuaderno tirada en el suelo. Se trataba de su retrato, en el que aparecía con una expresión triste: sus ojos estaban llenos de lágrimas, tenía las cejas caídas y las comisuras de los labios aparecían inclinadas hacia abajo. Además, llevaba un agujero en la mitad de la frente.

Observó el dibujo con miedo y confusión. No sabía qué significado podría tener. Mientras reflexionaba, escuchó el sonido de las bisagras de la puerta. Al girarse, se encontró frente al pasajero del autobús, que le apuntaba con una pistola.

En cuanto vio el arma, Ainoa rodó hacia un lado y se escondió detrás de la cama. Rápidamente se incorporó y apuntó al hombre.

—¡Alto, Policía Nacional! —gritó, dejándole ver su placa—. ¡Baje el arma ahora mismo!

El hombre disparó a la agente, que tuvo tiempo para agacharse. La bala rebotó y le dio a la ventana, rompiéndola en pedazos con un ruido intenso.

<<Como si un asesino fuera a rendirse solo con enseñarle la placa>>, pensó la mujer con amargura antes de agarrar la lámpara de la mesita y lanzársela con fuerza a su oponente, que se encogió sobre sí mismo para evitar el golpe, con lo que Ainoa consiguió el tiempo necesario para lanzarse sobre él.

Se desencadenó una pelea en el suelo. El hombre fue a golpearla con la culata de la pistola, pero ella esquivó el ataque y le soltó un puñetazo en la nariz. De pronto, cuando escucharon una sirena en la calle, la agente le arrebató la pistola y la lanzó lejos de su alcance. Inmediatamente practicó una llave para inmovilizarlo, dejándolo atrapado contra el suelo.

Un instante después los refuerzos entraron en el cuarto.

—¡Manos arriba! —exigieron—. Está usted detenido.

Mientras lo esposaban, Ainoa se arrodilló para susurrarle al oído:

–El dibujo era tuyo, pero el futuro es mío. La próxima vez dibújate bajo rejas; seguro que aciertas.