XXI Edición
Curso 2024 - 2025
El Lago Sagrado
Núria Call Cambra, 15 años
Colegio La Vall (Barcelona)
Hace mucho tiempo hubo un reino gobernado por un monarca llamado Rhydai, muy querido por sus súbditos. Administraba a su pueblo con bondad y compasión, procurando que todo el mundo tuviera una vida digna. Sus súbditos eran felices.
Adoraban a tres dioses: Amidali, el dios del cielo, Seraphina, la diosa de la tierra y Kalinare, el dios del viento. En un templo, situado frente al palacio se les ofrecían sacrificios y se les alababa por custodiar y proteger a sus habitantes. Pero una fatídica noche de primavera, después de ingerir una baya venenosa, el rey murió. Inmediatamente subió al trono un hombre llamado Varien, cruel y egoísta. El nuevo monarca prohibió las ofrendas a los dioses, pues no soportaba tener que reconocer que fueran superiores a él. Nunca nadie había desafiado de esa manera a los dioses, pero la vida continuó con su habitual ritmo calmado. El templo fue clausurado.
A pesar de la aparente tranquilidad, los tres dioses, al comprobar el desdén de su querido pueblo, se habían llenado de odio. Solo eran capaces de pensar en la venganza. Seraphina y Kalinare subieron al cielo y se reunieron con Amidali. Después de largas horas regresaron a sus hogares, listos para desatar el caos.
El verano ya casi había llegado y se esperaba con ansia la estación de la cosecha. Escondidos entre las sombras, los tres dioses se preparaban para actuar.
Una noche, mientras todos dormían, Seraphina sobrevoló las tierras del reino y las secó, convirtiendo las plantas y los árboles en polvo y los animales en piedra. Amidali invocó a unas inmensas nubes grises, que ocultaron la luna e hicieron del reino un nido de oscuridad. Kalinare creó unos remolinos de viento que destruyeron centenares de edificios, así como el templo dónde habían sido adorados. A partir de entonces la vida de los habitantes se convirtió en una pesadilla. Algunos ilusos pensaron que los dioses mostrarían un poco de misericordia, pero Amidali, Seraphina y Kalinare querían ver sufrir a cada ser humano, evitándoles el fácil escape que hubiera supuesto una muerte repentina y violenta.
Cuando se hizo de día, aunque el sol no consiguió hacerse notar entre las nubes que tapaban el reino, el monarca, en su palacio, buscaba con desesperación una manera de hacer frente a la asfixiante situación. Con un suspiro, sentado en el trono, apoyó la frente en sus manos fuertes. Había intentado negociar con los dioses, pero estos no habían querido escucharlo. No sabía que más podía hacer. Las provisiones que tenían eran escasas. Si nada cambiaba, en unas semanas todos morirían de hambre.
La puerta del salón del trono se abrió con un golpe seco. Una anciana de ojos perspicaces entró con paso decidido. Escondía un objeto en las manos. El rey Varien, sorprendido, intentó recuperar la compostura y levantó la cabeza en un gesto prepotente.
–¿Qué te trae por aquí, mujer?–preguntó con voz inquisidora.
–Vengo a hablar con Su Majestad –susurró la mujer–. El reino está maldito y todo lo que habita va a morir.
–Lo sé –dijo el rey. Derrotado, añadió:– Ya lo he intentado todo para resolverlo, pero sin fortuna.
–Por eso estoy aquí, rey Varien –le aseguró la vieja–. Te traigo la solución a esta horrible pesadilla.
Al monarca no le quedó otra que escucharla.
–¿Y cuál es esa solución de la que hablas?
–Un lago.
Los labios del rey se curvaron en una mueca contrariada. No soportaba que se burlaran de él.
–Escuchad… Hace miles de años un hombre se enfrentó a los dioses. Como castigo, estos convirtieron a su familia en piedra. Después de años de búsqueda, el señor descubrió una manera de salvarlos: acudir al Lago Sagrado, un lugar mágico escondido entre las montañas. Tras un peligroso viaje, llegó y pidió un deseo. Inmediatamente su familia volvió a la vida.
–Bonita leyenda.
–¡Escuchad! –dio un paso al frente–. Nosotros también tenemos esa oportunidad. Si conseguimos que alguien del reino llegue hasta el lago para pedir el deseo, volveremos a vivir en paz con los dioses.
Varien se sorprendió cuando la mujer se acercó a él y le tendió el objeto. Se trataba de un mapa.
–Muchas gracias –pronunció–. ¿Me harías el favor de decirme tu nombre?
La mujer no contestó a su pregunta. Dio media vuelta y abandonó el palacio.
El rey hizo llamar a uno de sus súbditos más fieles: un joven llamado Dhiyan. Cuando este se presentó en el salón del trono, Varien le explicó lo que la vieja le había dicho.
–¿Estás dispuesto a buscar el Lago Sagrado?
Dhiyan, con un leve asentimiento de cabeza, aceptó la peligrosa misión. Entre una muerte segura y una muerte probable, eligió la segunda opción. Lo hacía por todas las personas a las que amaba. Su corazón retumbó con violencia cuando uno de los consejeros del rey le entregó una bolsa con alimentos y el mapa.
Los dos días de viaje fueron un calvario. El lago se encontraba en lo alto de un pico nevado, tan escondido que, incluso con la ayuda del mapa Dhiyan tardó días en encontrarlo. Atravesó una pequeña abertura cerrada por un sinfín de hojas entrelazadas.
–¡Por fin lo he hallado! –se dijo con gozo.
Se trataba de un valle cuajado de flores de todos los colores, como pequeñas manchas de pintura. Al fondo, rugía una gran cascada que vertía sus aguas en un precioso lago azul.
Dhiyan, con un suspiro entrecortado, se acercó al lago y observó su reflejo en la superficie cristalina. De repente, una fuerte punzada le golpeó la cabeza y empezó a ver todo borroso a su alrededor. Cayó sobre la hierba fresca y un sueño embriagador le llevó muy lejos de allí.
Vio tres dioses en el cielo, el reino destruido, una anciana que hablaba con el rey, el lago rodeado de flores, el templo... Dhiyan comprendió que todas esas imágenes no eran en vano: el lago le estaba tratando de anunciarle el sacrificio al que debía someterse.
Sus ojos se posaron en el lago, que se había teñido de plata. Pensó en todas las personas que estaban sufriendo, en el reino que le había visto crecer. No estaba preparado para lo que el lago le pedía, pero prefería aquello a que se convirtiera en ruinas al lugar que tanto amaba. Así que, con un suspiro entrecortado, miró la superficie resplandeciente y susurró:
–Acepto el trato.
El agua se iluminó como si hubiera entendido sus palabras, y un rayo de luz dorada partió el cielo, impactando contra Dhiyan, que se rompió en miles de destellos, parecidos al polvo de los astros, que fueron arrastrados por el viento. Después, solo quedó el silencio.
***
Las nubes oscuras desaparecieron y suaves rayos de luz lo iluminaron todo. Los animales de piedra volvieron a la vida, y todo tipo de plantas brotaron de la tierra marchita. Los edificios derruidos se reconstruyeron por sí mismos y el templo volvió a lucir en todo su esplendor.
Entre los gritos de alegría y los llantos de felicidad, las risas y los abrazos, cuatro dioses sonrientes observaban la escena desde las alturas: Amidali, el dios del cielo, Seraphina, la diosa de la tierra, Kalinare, el dios del viento y Dhiyan, el dios de la luz.