XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

La rosa de los vientos
Itziar Rus, 17 años

Colegio Entreolivos (Sevilla) 

Ametz es un muchacho que siempre buscó ser capitán de su propio barco. Desde niño soñaba con partir en busca de un tesoro. Y tanto lo soñó que acabó creyendo que aquel tesoro era real. Un día decidió abandonar tierra firme, a pesar de las quejas de su familia y del dolor que él sabía les estaba causando, subió a un barco, lo llenó de víveres, contrató a un par de marineros y se lanzó a la aventura sin saber qué le iba a deparar el futuro. Durante la travesía se dejó guiar por las estrellas, la luna y su intuición.

Si desde niño le había gustado el mar, ahora que navegaba se enamoró de él, de sus profundidades, de sus misterios, de sus habitantes, de la marea, de las olas, de la espuma y de su relajante vaivén. Uno de esos días se tumbó sobre la cubierta del barco. Mientras admiraba las estrellas, se le acercó uno de sus compañeros. Un marinero vasco, del pueblo pesquero de Hondarribia. En aquella conversación, el vasco le enseñó cómo se dice «mar» en su lengua, «itsasoa», y el chico le pidió más. «Estrella» era «izarrak» y «viento» era «haizea». Ametz comenzó a aprender la cultura y costumbres de los vascos, para empezar a olvidar el tesoro, al apasionarse con todo lo que podía aprender de sus compañeros.

Recorrieron todos los mares de norte a sur, de este a oeste. Mucho tiempo después, cansado, decidió volver con su familia.

Una vez en el continente, comenzó a sentirse vacío. Anhelaba seguir aprendiendo de aquellos marineros, a los que consideraba amigos. Sintió la necesidad de recuperar el barco y a su tripulación. Dejó todas sus cosas y se dirigió a Hondarribia en busca del vasco, que le mostró su tierra, costumbres y tradiciones. Un día el marinero le enseñó una pequeña imagen: una estrella de cuatro puntas que marcaban los puntos cardinales y que estaba un poco inclinada hacia la derecha. Le explicó que había utilizado aquella estrella para no perderse en el océano. De hecho, era un instrumento para mantenerse en el rumbo correcto. El vasco la llamaba La rosa de los vientos.

Poco después, juntos Ametz y el marinero, recuperaron el barco y volvieron a partir para surcar los mares.

Ametz nunca llegó a encontrar el tesoro, pero La rosa de los vientos y su nuevo amigo fueron sus guías en medio de las tempestades y de los peligros del mar.