XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La Llorona 

Guillermo Alonso del Real, 15 años

Colegio El Vedat (Valencia)

Bajo el calor sofocante, la Llorona caminaba arrastrando los pies por las callejas de un blanco cegador. Balanceaba una cesta, y con la otra mano se agarraba de la punta de una de sus trenzas. En Vejer la llamaban así, la Llorona, porque decían que padecía ante cualquier dolor que sufriera algún vecino del pueblo. 

Miguel andaba pocos pasos por detrás. Pensó acercarse a ella, porque daba tanta lástima verla que hasta las flores del campo se agitaban tristonas cuando pasaba. Y los geranios de su ventana se habían marchitado de verla llorar. 

Era tarde cuando la Llorona empujó la puerta y se metió en su casa, de azul celeste y conchas. Miguel se asomó tímido por la rendija del portón. Del zaguán salía la voz rota de Chavela Vargas, que giraba en un viejo tocadiscos. La madre de la Llorona trajinaba en la cocina, sin advertir que Miguel se había apostado junto a las rejas de una de las ventana, en cuyo alféizar se quedó apoyada la Llorona. Secándose las lágrimas con las puntas de sus trenzas, miraba las tórtolas en los tejados, distraída.  

–¡Que alguien traiga un cubo, que la niña tiene otra vez goteras! –gritó con voz de chufla una vecina.

La niña, al oírla, se apartó presurosa del ventanuco. Miguel, a quien embelesaba la belleza del corazón sensible de la Llorona, no conforme, se asomó por la ventana de los geranios marchitos, y escuchó una conversación entre ella y su madre.

–Cielo, ¿cómo es que se te han vuelto azules los ojos? 

–De llorar… ya ni sé porqué –contestó la niña.

–Parte cebollas y tendrás excusa.

La niña se volvió. Al punto dos hilos de lágrimas se le cayeron de los ojos. 

Su madre se quedó mirándola, se limpió las manos en el delantal y se le acercó para abrazarla con infinita ternura. Rozándole la frente con un beso, entonó:

Me subí al pino más alto, Llorona / a ver si te divisaba / como el pino era tierno, Llorona / al verte llorar, lloraba… Ay, de mi Llorona... Llorona… Llorona de azul celeste…

Miguel se despegó de la ventana y volvió a su casa. No podía sacarse de la cabeza a su Llorona junto a la melodía de Chavela. 

Durante la cena no abrió la boca. Estaba ensimismado, buscando por entre los resquicios de su mente la letra de aquella cancioncilla. Ni siquiera consiguió conciliar el sueño. Así que, cerca de la medianoche se calzó las alpargatas y salió hacia la calle de la Llorona.

Paseó tranquilo al cubierto de las estrellas, y al llegar al hogar de la niña apreció el titilar de un candil. Con sumo cuidado se acercó a la casa y no vio a nadie más que a la Llorona, asomada al balcón, mirando absorta a la luna.

Por primera vez Miguel la vio sonreír. Entendió que su Llorona amaba la noche y la oscuridad que trae consigo, capaz de acallar la sensibilidad de su corazón, que se olvidaba durante unas horas de las penas de sus vecinos.