XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La chica estelar 

Patricia Olábarri, 15 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Frida siempre había estado sola. A decir verdad, no le molestaba demasiado, ya que había llegado a un punto donde la soledad era su sensación habitual. Además, sus compañeros de clase solían susurrar cosas desagradables cuando pasaban por su lado. Se oían rumores de que estaba loca, e incluso había oído decir a unas niñas algo más pequeñas que ella era un fantasma en busca de almas desamparadas, para devorarlas y saciar así su hambre de compañía.

<<Quizás tengan razón; quizás esté loca>>, pensó mientras un viento gélido se deslizaba con furia entre sus rizos oscuros.

Aunque hacía un frío inaguantable, no había nubes en el cielo. Todo el pueblo dormía, como solía hacerlo cada vez que Frida salía a dar sus habituales paseos nocturnos. Sus padres sabían bien que abandonaba la casa por las noches, ya que más de una vez ella se los había encontrado despiertos al volver A decir verdad, no parecía importarles lo que su hija hiciese afuera, siempre que regresara sana y salva. Y, sin embargo, no se podían imaginar el propósito de aquellos paseos.

La adolescente se dirigía hacia el cementerio a paso ligero. Su corazón latía con rapidez y sus pensamientos fluían y se enredaban a tal velocidad, que casi podía apreciarlos con la vista. Una cazadora de cuero la protegía de la baja temperatura de la noche, y una linterna colgaba de su muñeca por si tenía problemas inesperados al volver a casa.

Temblando de emoción, abrió sin mucha dificultad la verja que daba al camposanto. Sabía que era un lugar tétrico, pero no le importaba, ya que era el mejor sitio para admirar el cielo, pues estaba situado en una zona sin ninguna luz artificial, sobre una colina apartada donde podía tumbarse a observar hacia arriba con total tranquilidad.

Aquella noche, cuando su mirada se posó en el firmamento, en sus ojos se reflejaron los azulados colores de la bóveda celeste mientras el corazón se le estremecía ante el esplendor de las estrellas, que eran su único consuelo.

Acudía a ellas para conversar alegremente. Los luceros eran capaces de hacerla reír y llorar, de animarla en sus días tristes y de contarle historias trágicas a la par que emocionantes. Ante Frida, la bóveda del cielo se iluminaba con colores diferentes en cada crepúsculo, que siempre conseguían dejarla asombrada, y cuando avistaba una estrella fugaz –puntos de luz efímeros como un suspiro– se le avivaba la esperanza de que se cumpliera uno de sus deseos.

Frida se enjugó unas lágrimas, impotente. ¿Por qué no podía ser como aquellas luminarias celestes? Nunca había encajado entre las personas de su alrededor, pero estaba segura de que las estrellas la acogerían con dulzura y calidez, como hacen las familias con sus miembros desamparados. Así que cerró los ojos, para imaginarse cómo sería vivir en un lugar donde ella también fuese una estrella que pudiese velar por las muchachas solitarias que viniesen a visitarla cada noche, con la esperanza de aliviar su desconsuelo.