XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Deteniendo el segundero 

Lucía Senciales, 15 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga) 

En el sueño ella caminaba por un jardín de tupidos setos, inmerso en un silencio acompañado por el gorgoteo de unas fuentes. Entre dos árboles descubrió una vieja mansión. Se acercó a la puerta principal, fabricada con filamentos entrelazados de un metal negro y cuando la abrió, en vez de un vestíbulo se encontró una bilioteca.

Las estanterías elevaban sus baldas cargadas de libros hacia el techo. Unos ventanales en forma de media luna iluminaban tenuemente la estancia, haciendo brillar las motas de polvo que danzaban entre los libros, que parecían invitarla a acariciar sus cubiertas de piel y a sumergirse en su peculiar fantasía de papel. Pero no se detuvo, ya que sentía como si una cuerda invisible tirara de ella hacia el interior de la casa. Recorrió un largo pasillo y finalmente llegó a una puerta similar a la de entrada, que parecía llamarla con un canto mudo a través de sus ramas de metal negro. Una vez abierta, la muchacha pasó a la siguiente habitación. Entonces la puerta se cerró de golpe, como asustada de haberla dejado pasar.

Aquella estancia también estaba llena de estanterías, esta vez cargadas de relojes, cuya desigual sinfonía de tictacs componía una especie de concierto enloquecido. Todos eran distintos entre sí: algunos grandes y con elegantes adornos, otros más pequeños, que en principio no llamaban la atención pero que, observados de cerca, se destacaban en preciosos detalles.

Se fijó en uno de ellos: grande y oscuro, con ornamentos dorados entrelazados sobre su superficie. Como atraída por un imán, posó su mano sobre él, pero entonces dejó de vislumbrar la estancia y en su lugar se sucedieron una serie de imágenes: el bebé de una familia adinerada, que crecía para convertirse en un hombre imponente y estricto, a la vez cuajado de elegancia. Sorprendida, la vida de aquel desconocido pasó ante sus ojos, hasta que, ya anciano, dormía antes que todo se oscureciera. Aturdida, vio que el reloj marcaba las doce, aunque el segundero ya no se movía. Al volver a tocarlo, el reloj se volvió negrura.

Respiró hondo, confusa, y giró sobre sí misma para contemplar en toda su amplitud la habitación. Cada reloj marcaba una hora distinta, con un segundo de más o un segundo de menos que diferenciaba el movimiento de sus manecillas.

Le llamó la atención un reloj muy pequeño, sin adornos, pintado de un rojo tan alegre que parecía invitar a la risa. Se acercó y lo tocó. Entonces vio un bebé sonriente que se convertía en un niño de cabellera pelirroja. Se sobresaltó de tal forma que su trance estuvo a punto de interrumpirse: ella misma aparecía en la imágenes como la hermana mayor del niño.

En una última escena el chico, tumbado en una cama de hospital, cerraba lentamente los ojos mientras ella dormía su lado.

Retiró la mano. Acababa de entender aquellas visiones: los relojes eran la vida de esas personas vistas a través de sus ojos. Cuando el segundero se detenía en la medianoche, su tiempo terminaba, dejando una curiosa oscuridad que envolvía a aquel que tocara el objeto. Los libros, a su vez, susurraban las historias completas de aquellas vidas, escribiéndolas segundo a segundo.

Con desesperación volvió a mirar el reloj de su hermano. No podía permitir que la vida se le escapase como arena que se escurriera entre sus dedos. Observó el segundero, que a punto estaba de llegar al último minuto antes de medianoche.

Tic-tac.

Tic-tac.

Tic… Clic, clic, clic…

Detuvo la manecilla con sus dedos, a un segundo de las doce. La aguja golpeaba sus yemas, como como protestando. Sin dejar de sujetarla, le dio la vuelta al reloj.

Ante sus ojos apareció un complicado mecanismo de tuercas y ruedecillas dentadas, todas ellas conectadas entre sí, formando un delicado organismo. La mayoría de ellas estaba parada y oscurecida.

Reparó en que una de las tuercas centrales, que era de las más grandes, estaba desenganchada, lo que bloqueaba parte del sistema. Recordó la terrible enfermedad que sufría su hermanito desde hacía meses, que poco a poco se estaba llevando su vida, gota a gota.

Con mano temblorosa tomó con cuidado la pieza y la colocó en un soporte vacío entre las ruedecillas. Entonces soltó el segundero.

Tic-tac.

Tic-tac.

La manecilla se empezó a mover hacia atrás cada vez más rápido, al igual que las otras dos, hasta que la flecha horaria señaló un número muy alejado del doce.

La estancia se alejó de su mente, al igual que la sinfonía de tictacs. Y la luz de la mañana se coló entre sus párpados.

Sandra abrió los ojos y se incorporó. Delante de ella, tendido en la cama, su hermano dormía. Su piel, que antes estuvo cubierta de manchas oscuras, estaba limpia, como la de cualquier otro chaval de su edad.

Con el aliento atascado en la garganta, le acarició la mano. Después se aproximó a la puerta para buscar a sus padres.

¿Había sido su sueño el que lo había salvado?

Fuera cual fuese el motivo, supo que no quería volver a aquella mansión en el campo, en la que, con un simple tictac, el hilo entre la vida y la muerte se hacía más fino.